viernes, 25 de mayo de 2018

Ira

     Mi amigo Sebastián está hablando con una niña que parece odiar al universo mismo. Está tratando de hacerle entender que el capricho por el cual está haciendo escándalo, es una nimiedad frente a cosas verdaderamente graves. Entonces, ante la sorpresa de todos, le cuenta que de niño había sido abusado por Emilio, el carpintero del colegio.
     Con apenas unas miradas todos entendemos lo siguiente que haríamos, sin importar la opinión o intervención de nadie. Estábamos completamente fuera de nuestros cabales, cegados, iracundos.
     Sabíamos que ese carpintero vivía en el segundo piso de un edificio, de esos que son como dos o tres pegados uno al lado del otro. El primero que abrió la puerta que daba al balcón del ya innombrable sujeto, fue Maxi, también amigo del colegio. El pronto-a-ser-historia sabía muy bien que aquel día le llegaría y lo estaba esperando.
     Yo no llego a entrar que mi amigo sale a tropezones con el monstruo encima golpeándolo en el hombro con un caño de hierro de alguna tubería. Mi primer reacción es escapar, entendiendo que habíamos ido por puro impulso sin siquiera haber llevado nada con qué atacarlo además de nuestras propias manos. Porque obviamente íbamos a golpearlo, era lo único en que pensábamos. Nada de charlas, ni perdones. Eso no estaba en nuestro diccionario.
     Pero cuando estoy saltando al balcón del vecino, veo de reojo un palo de madera, como si alguien lo hubiese pulido para usarlo de defensa personal. Inmediatamente retrocedo sobre mis pasos, lo agarro y vuelvo corriendo a partírselo en la cabeza.
     El primer golpe se lo doy en la nuca y deja de atacar a Maxi pero sigue en pie, por lo que vuelvo a golpearlo, esta vez del lado de la cara. Aquel ser asqueroso esta vez pierde el equilibrio y tropieza, para caer luego por el balcón y morir.

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