domingo, 20 de febrero de 2011

Cuentito

Era uno de esos días en el que la noche no daba para otra cosa más que para tirarse en la cama y mirar alguna de las películas guardadas en el cajón. Sí, en ese que uno va apilando las mejores, las que son precisamente para determinados momentos, como el de esa noche.

Antes de recostarme a verla, me cociné unos pochoclitos que tenía en la alacena hacía unos meses, cerré la puerta de entrada que se encontraba al lado de la cocina, y acorté la distancia a la habitación con unos perezosos pasos de pantuflas. El trayecto tomó al menos cinco minutos ya que, por la falta de luz, tenía que cuidarme de no tropezar con Grundete, mi horrible pero cariñoso gato.

Después de la cuasi aventura de la caminata hacia la habitación, me tomé la molestia de dejar la puerta abierta para que, si más tarde él quisiera entrar y dormir entre mis patas, lo pudiera hacer. Encendí el DVD, le dí unos golpecitos para que leyera la peli, y me recosté horizontalmente para que, inmediatamente después, venga el felino a pararse entre mis piernas, tapándome la buena vista que tenía de la tele. Lo levanté, lo pusé al lado mío y lo acaricié un poco para que ahí se quedara.

Perdí otro minuto más lidiando con el control remoto, repitiéndome siempre que la próxima vez, antes de recostarme, programara todo desde el reproductor mismo, ya que hacía bastante que el control andaba para el ojete, no por fallas electrónicas ni nada por el estilo, solo que no me daba el tiempo, o no quería dármelo, para cambiarle las pilas.

Pasadas las formalidades, empezó la peli, y fui adentrándome en ella como suelo hacer pasados los veinte minutos, olvidándome de todo lo que me rodea. Yo estaba en otra época, u otra dimensión, o la misma pero era otra persona. No me acuerdo, la verdad… es más, para ser sincero, no recuerdo nada con respecto a la película, solo lo que vino después, y tal vez haya sido eso lo que hizo que olvidara toda la vida a la que me estaba introduciendo.

Lo que pasó fue un ruido de una llave, una manija girando y una puerta abriéndose. Por esas épocas, un hermano mío me había pedido las llaves de la casa y las había copiado, todo con mi consentimiento, debido a que no andaba bien económica, sentimental y psicológicamente hablando. Pronuncié en voz alta su nombre para saber si de él se trataba. Lo repetí al menos seis veces antes de empezar a preocuparme si en verdad era él, y si de ser él, qué le pasaba. No es necesario aclarar, imagino, que de la cama no hice ningún esfuerzo para salir. Tan solo me tomé la molestia de pausar la película.

Pasaron al menos dos minutos del último llamado de mi parte; tiempo en el cual me quedé dudando si darle Play o levantarme e ir a ver; cuando escuché los ruidos en la cocina.

Los ruidos se asemejaban mucho a los de mi hermano enfureciéndose, por lo que inmediatamente respondí que de comer buscase en la heladera. Por respuesta, escucho unos pasos medio atropellados por el pasillo, y es en ese momento en que me doy cuenta que de mi hermano no se trataba.

Se asomó por la puerta abierta de mi habitación y ahí se quedó mirándome. Tenía una melena que le llegaba hasta, por lo menos, los codos; una remera deportiva con el número cincuenta y dos grabado; unos dientes cual roedor; y unos ojos demasiado oscuros. Abrió su boca y, además de su pestilente aliento, salió una frase que dudo poder olvidar.

“¿Donde está la Pizza?”

1 comentario:

Pollo dijo...

Después de un tiempo de no aparecer por estos lares, vuelvo con un cuentito (espero seguir con más).
Agradecimientos a Romanovski por la revisión.

Salut!