Aún introduciéndose en la boca los últimos rastros de mi identidad, no dejaba de reir. Era tan desagradable e irónico, que me recordó la vez en que sacrifiqué a la zarigüellla de mi vecino después de verla comerse mi billetera.
Largué una gran carcajada y acompañé en su rito al diablillo. El cual, confiado me ofreció un poco de los papeles. Reí más, y empezó a saltar y a dar volteretas en el lugar. Parecía feliz.
Después de todo estaba loco y no tenía razón para enojarme con él. Guardé el arma y me alejé con una sonrisa.